Presentación
Uno de los fenómenos más extensos que intepelan vívamente la
conciencia de la comunidad cristiana hoy en día, es el número creciente
que las uniones de hecho están alcanzando en el conjunto de la sociedad,
con la consiguiente desafección para la estabilidad del matrimonio que
ello comporta. La Iglesia no puede dejar de iluminar esta realidad en su
discernimiento de los «signos de los tiempos».
El Pontificio Consejo para la Familia, consciente de las
graves repercusiones de esta situación social y pastoral, ha organizado
una serie de reuniones de estudio durante 1999 y los primeros meses del
2000, con la participación de importantes personalidades y prestigiosos
expertos de todo el mundo, con el objeto de analizar debidamente este
delicado problema, de tanta trascendencia para la Iglesia y para el
mundo.
Fruto de todo ello es el presente documento, en cuyas
páginas se aborda una problemática actual y difícil, que toca de cerca la
misma entraña de las relaciones humanas, la parte más delicada de la
íntima unión entre familia y vida, las zonas más sensibles del corazón
humano. Al mismo tiempo, la innegable trascendencia pública de la actual
coyuntura política internacional, hace conveniente y urgente una palabra
de orientación, dirigida sobre todo a quienes tienen responsabilidades en
esta materia. Son ellos quienes en su tarea legislativa pueden dar
consistencia jurídica a la institución matrimonial o, por el contrario,
debilitar la consistencia del bien común que proteje esta institución
natural, partiendo de una comprensión irreal de los problemas
personales.
Estas reflexiones orientarán también a los Pastores, que
deben acoger y guiar a tantos cristianos contemporáneos, y acompañarles en
el itinerario del aprecio al valor natural protegido por la institución
matrimonial y ratificado por el sacramento cristiano. La familia fundada
en el matrimonio corresponde al designio del Creador «desde el comienzo»
(Mt 19, 4). En el Reino de Dios, en el cual no puede ser sembrada otra
semilla que aquella de la verdad ya inscrita en el corazón humano, la
única capaz de «dar fruto con perseverancia» (Lc 8, 15) esta verdad se
hace misericordia, comprensión y llamada a reconocer en Jesús la «luz del
mundo» (Jn 8, 12) y la fuerza que libera de las ataduras del
mal.
Este documento se propone también contribuir de manera
positiva a un diálogo que clarifique la verdad de las cosas y de las
exigencias que proceden del mismo órden natural, participando en el debate
socio-político y en la responsabilidad por el bien común.
Quiera Dios que estas consideraciones, serenas y
responsables, compartidas por tantos hombres de buena voluntad, redunden
en beneficio de esa comunidad de vida, necesaria para la Iglesia y para el
mundo, que es la familia.
Ciudad del Vaticano, 26 de julio de 2000
Fiesta
de S. Joaquín y Sta. Ana, Padres de la Stma. Vírgen María
Alfonso Cardenal López
Trujillo
Presidente
S. E. Mons. Francisco Gil
Hellín
Secretario
Introducción
(1) Las llamadas «uniones de hecho» están adquiriendo en la
sociedad en estos últimos años un especial relieve. Ciertas iniciativas
insisten en su reconocimiento institucional e incluso su equiparación con
las familias nacidas del compromiso matrimonial. Ante una cuestión de
tanta importancia y de tantas repercusiones futuras para la entera
comunidad humana, este Pontificio Consejo para la Familia se propone,
mediante las siguientes reflexiones, llamar la atención sobre el peligro
que representaría un tal reconocimiento y equiparación para la identidad
de la unión matrimonial y el grave deterioro que ello implicaría para la
familia y para el bien común de la sociedad.
En el presente documento, tras considerar el aspecto social
de las uniones de hecho, sus elementos constitutivos y motivaciones
existenciales, se aborda el problema de su reconocimiento y equiparación
jurídica, primero respecto a la familia fundada en el matrimonio y después
respecto al conjunto de la sociedad. Se atiende posteriormente a la
familia como bien social, a los valores objetivos a fomentar y al deber en
justicia por parte de la sociedad de proteger y promover la familia, cuya
raiz es el matrimonio. A continuación se profundiza en algunos aspectos
que esta reivindicación presenta en relación con el matrimonio cristiano.
Se exponen además algunos criterios generales de discernimiento pastoral,
necesarios para una orientación de las comunidades cristianas.
Las consideraciones aquí expuestas no sólo se dirigen a
cuantos reconocen explícitamente en la Iglesia Católica «la Iglesia de
Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15), sino también a
todos los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades cristianas,
así como a todos aquellos sinceramente comprometidos con el bien precioso
de la familia, célula fundamental de la sociedad. Como enseña el Concilio
Vaticano II, «el bienestar de la persona y de la sociedad humana y
cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad
conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con los que tienen gran
estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que
permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor
y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el
cumplimiento de su excelsa misión»[1].
I - Las "uniones de hecho
Aspecto social
de las "uniones de hecho"
(2) La expresión «unión de hecho» abarca un conjunto de
múltiples y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es el de
ser convivencias (de tipo sexual) que no son matrimonios. Las uniones de
hecho se caracterizan, precisamente, por ignorar, postergar o aún rechazar
el compromiso conyugal. De esto se derivan graves
consecuencias.
Con el matrimonio se asumen públicamente, mediante el pacto
de amor conyugal, todas las responsabilidades que nacen del vínculo
establecido. De esta asunción pública de responsabilidades resulta un bien
no sólo para los propios cónyuges y los hijos en su crecimiento afectivo y
formativo, sino también para los otros miembros de la familia. De este
modo, la familia fundada en el matrimonio es un bien fundamental y
precioso para la entera sociedad, cuyo entramado más firme se asienta
sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares, que
encuentra su garantía en el matrimonio estable. El bien generado por el
matrimonio es básico para la misma Iglesia, que reconoce en la
familia la «Iglesia domestica»[2]. Todo ello se ve comprometido con el abandono de la
institución matrimonial implícito en las uniones de hecho.
(3) Puede suceder que alguien desee y realice un uso de la
sexualidad distinto del inscrito por Dios en la misma naturaleza humana y
la finalidad específicamente humana de sus actos. Contraría con ello el
lenguaje interpersonal del amor y compromete gravemente, con un objetivo
desorden, el verdadero diálogo de vida dispuesto por el Creador y Redentor
del género humano. La doctrina de la Iglesia Católica es bien conocida por
la opinión pública, y no es aquí necesario repetirla[3]. Es la dimensión social del problema la que requiere
un mayor esfuerzo de reflexión que permita advertir, especialmente por
quienes tienen responsabilidades públicas, la improcedencia de elevar
estas situaciones privadas a la categoría de interés público. Con el
pretexto de regular un marco de convivencia social y jurídica, se intenta
justificar el reconocimiento institucional de las uniones de hecho. De
este modo, las uniones de hecho se convierten en institución y se
sancionan legislativamente derechos y deberes en detrimento de la familia
fundada en el matrimonio. Las uniones de hecho quedan en un nivel jurídico
similar al del matrimonio. Se califica públicamente de «bien» dicha
convivencia, elevándola a una condición similar, o incluso equiparándola
al matrimonio, en perjuicio de la verdad y de la justicia. Con ello se
contribuye de manera muy acusada al deterioro de esta institución natural,
completamente vital, básica y necesaria para todo el cuerpo social, que es
el matrimonio.
Elementos constitutivos de las uniones de
hecho
(4) No todas las uniones de hecho tienen el mismo alcance
social ni las mismas motivaciones. A la hora de describir sus
características positivas, más allá de su rasgo común negativo, que
consiste en postergar, ignorar o rechazar la unión matrimonial, sobresalen
ciertos elementos. Primeramente, el carácter puramente fáctico de la
relación. Conviene poner de manifiesto que suponen una cohabitación
acompañada de relación sexual (lo que las distingue de otros tipos de
convivencia) y de una relativa tendencia a la estabilidad (que las
distingue de las uniones de cohabitación esporádicas u ocasionales). Las
uniones de hecho no comportan derechos y deberes matrimoniales, ni
pretenden una estabilidad basada en el vínculo matrimonial. Es
característica la firme reivindicación de no haber asumido vínculo alguno.
La inestabilidad constante debida a la posibilidad de interrupción de la
convivencia en común es, en consecuencia, característica de las uniones de
hecho. Hay también un cierto «compromiso», más o menos explícito, de
«fidelidad» recíproca, por así llamarla, mientras dure la
relación.
(5) Algunas uniones de hecho son clara consecuencia de una
decidida elección. La unión de hecho «a prueba» es frecuente entre quienes
tienen el proyecto de casarse en el futuro, pero lo condicionan a la
experiencia de una unión sin vínculo matrimonial. Es una especie de «etapa
condicionada» al matrimonio, semejante al matrimonio «a prueba»[4], pero, a diferencia de éste, pretendenden un cierto
reconocimiento social.
Otras veces, las personas que conviven justifican esta
elección por razones económicas o para soslayar dificultades legales.
Muchas veces, los verdaderos motivos son más profundos. Frecuentemente,
bajo esta clase de pretextos, subyace una mentalidad que valora poco la
sexualidad. Está influida, más o menos, por el pragmatismo y el hedonismo,
así como por una concepción del amor desligada de la responsabilidad.
Se rehuye el compromiso de estabilidad, las responsabilidades, los
derechos y deberes, que el verdadero amor conyugal lleva
consigo.
En otras ocasiones, las uniones de hecho se establecen entre
personas divorciadas anteriormente. Son entonces una alternativa al
matrimonio. Con la legislación divorcista el matrimonio tiende, a menudo,
a perder su identidad en la conciencia personal. En este sentido hay que
resaltar la desconfianza hacia la institución matrimonial que nace a veces
de la experiencia negativa de las personas traumatizadas por un divorcio
anterior, o por el divorcio de sus padres. Este preocupante fenómeno
comienza a ser socialmente relevante en los países más desarrollados
económicamente.
No es raro que las personas que conviven en una unión de
hecho manifiesten rechazar explícitamente el matrimonio por motivos
ideológicos. Se trata entonces de la elección de una alternativa, un modo
determinado de vivir la propia sexualidad. El matrimonio es visto por
estas personas como algo rechazable para ellos, algo que se opone a la
propia ideología, una «forma inaceptable de violentar el bienestar
personal» o incluso como «tumba del amor salvaje», expresiones estas que
denotan desconocimiento de la verdadera naturaleza del amor humano, de la
oblatividad, nobleza y belleza en la constancia y fidelidad de las
relaciones humanas.
(6) No siempre las uniones de hecho son el resultado de una
clara elección positiva; a veces las personas que conviven en estas
uniones manifiestan tolerar o soportar esta situación. En ciertos países,
el mayor número de uniones de hecho se debe a una desafección al
matrimonio, no por razones ideológicas, sino por falta de una formación
adecuada de la responsabilidad, que es producto de la situación de pobreza
y marginación del ambiente en el que se encuentran. La falta de confianza
en el matrimonio, sin embargo, puede deberse también a condicionamientos
familiares, especialmente en el Tercer Mundo. Un factor de relieve, a
tener en consideración, son las situaciones de injusticia, y las
estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o
racistas, confluye agravando mucho estas situaciones de
dificultad.
En estos casos no es raro encontrar uniones de hecho que
contienen, incluso desde su inicio, una voluntad de convivencia, en
principio, auténtica, en la que los convivientes se consideran unidos como
si fueran marido y mujer, esfozándose por cumplir obligaciones similares a
las del matrimonio[5]. La pobreza, resultado a menudo de desequilibrios en
el orden económico mundial, y las deficiencias educativas estructurales,
representan para ellos graves obstáculos en la formación de una verdadera
familia.
En otros lugares, es más frecuente la cohabitación (durante
periodos más o menos prolongados de tiempo) hasta la concepción o
nacimiento del primer hijo. Estas costumbres corresponden a prácticas
ancestrales y tradicionales, especialmente fuertes en ciertas regiones de
Africa y Asia, ligadas al llamado «matrimonio por etapas». Son prácticas
en contraste con la dignidad humana, difíciles de desarraigar, y que
configuran una situación moral negativa, con una problemática social
característica y bien definida. Este tipo de uniones no deben ser, sin
más, identificadas con las uniones de hecho de las que aquí nos ocupamos
(que se configuran al márgen de una antropología cultural de tipo
tradicional), y suponen todo un desafío para la inculturación de la fe en
el Tercer Milenio de la era cristiana.
La complejidad y diversidad de la problemática de las
uniones de hecho, se pone de manifiesto al considerar, por ejemplo, que,
en ocasiones su causa mas inmediata puede corresponder a motivos
asistenciales. Es el caso, por ejemplo, en los sistemas más desarrollados,
de personas de edad avanzada que establecen relaciones solo de hecho por
el miedo a que acceder al matrimonio les infiera perjuicios fiscales, o la
pérdida de las pensiones.
Los motivos personales y el factor
cultural
(7) Es importante preguntarse por los motivos profundos por
los que la cultura contemporánea asiste a una crisis del matrimonio, tanto
en su dimensión religiosa como en aquella civil, y al intento de
reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho. De este modo,
situaciones inestables que se definen más por aquello que de negativo
tienen (la omisión del vínculo matrimonial), que por lo que se
caracterizan positivamente, aparecen situadas a un nivel similar al
matrimonio. Efectivamente todas aquellas situaciones se consolidan en
distintas formas de relación, pero todas ellas están en contraste con una
verdadera y plena donación recíproca, estable y reconocida socialmente. La
complejidad de los motivos de orden económico, sociológico y psicológico,
inscrita en un contexto de privatización del amor y de eliminación del
carácter institucional del matrimonio, sugiere la conveniencia de
profundizar en la perspectiva ideológica y cultural a partir de la cual se
ha ido progresivamente desarrollando y afirmando el fenómeno de las
uniones de hecho, tal y como hoy lo conocemos.
La disminución progresiva del numero de matrimonios y de
familias reconocidas en tanto que tales por las leyes de diferentes
Estados, el aumento del número de parejas no casadas que conviven juntos
en ciertos países, no puede ser suficientemente explicado por un
movimiento cultural aislado y espontáneo, sino que responde a cambios
históricos en las sociedades, en ese momento cultural contemporáneo que
algunos autores denominan «post-modernidad». Es cierto que la menor
incidencia del mundo agrícola, el desarrollo del sector terciario de la
economía, el aumento de la duración media de la vida, la inestabilidad del
empleo y de las relaciones personales, la reducción del número de miembros
de la familia que viven juntos bajo el mismo techo, la globalización de
los fenómenos sociales y económicos, han dado como resultado una mayor
inestabilidad de las familias y favorecido un ideal de familia menos
numerosa. Pero ¿es esto suficiente para explicar la situción contemporánea
del matrimonio? La institución matrimonial atraviesa una crisis menor
donde las tradiciones familiares son más fuertes.
(8) Dentro de un proceso que podría denominarse, de gradual
desestructuración cultural y humana de la institución matrimonial, no debe
ser minusvalorada la difusión de cierta ideología de «gender». Ser hombre
o mujer no estaría determinado fundamentalmente por el sexo, sino por la
cultura. Con ello se atacan las mismas bases de la familia y de las
relaciones inter-personales. Es preciso hacer algunas consideraciones al
respecto, debido a la importancia de tal ideología en la cultura
contemporánea, y su influjo en el fenómeno de las uniones de
hecho.
En la dinámica integrativa de la personalidad humana un
factor muy importante es el de la identidad. La persona adquiere
progresivamente durante la infancia y la adolescencia conciencia de ser
«sí mismo», adquiere conciencia de su identidad. Esta conciencia de la
propia identidad se integra en un proceso de reconocimiento del propio ser
y, consiguientemente, de la dimensión sexual del propio ser. Es por tanto
conciencia de identidad y diferencia. Los expertos suelen distinguir entre
identidad sexual (es decir, conciencia de identidad psico-biológica del
propio sexo, y de diferencia respecto al otro sexo) e identidad genérica
(es decir, conciencia de identidad psico-social y cultural del papel que
las personas de un determinado sexo desempeñan en la sociedad). En un
correcto y armónico proceso de integración, la identidad sexual y genérica
se complementan, puesto que las personas viven en sociedad de acuerdo con
los aspectos culturales correspondientes a su propio sexo. La categoría de
identidad genérica sexual («gender») es, por tanto, de orden psico-social
y cultural. Es correspondiente y armónica con la identidad sexual, de
orden psico-biológico, cuando la integración de la personalidad se realiza
como reconocimiento de la plenitud de la verdad interior de la persona,
unidad de alma y cuerpo.
Ahora bien, a partir de la década 1960-1970, ciertas teorías
(que hoy suelen ser calificadas por los expertos como
«construccionistas»), sostienen no sólo que la identidad genérica sexual
(«gender») sea el producto de una interacción entre la comunidad y el
individuo, sino incluso que dicha identidad genérica sería
independiente de la identidad sexual personal, es decir, que los
géneros masculino y femenino de la sociedad serían el producto exclusivo
de factores sociales, sin relación con verdad ninguna de la dimensión
sexual de la persona. De este modo, cualquier actitud sexual resultaría
justificable, incluída la homosexualidad, y es la sociedad la que debería
cambiar para incluir, junto al masculino y el femenino, otros géneros, en
el modo de configurar la vida social[6]
La ideología de «gender» ha encontrado en la antropología
individualista del neo-liberalismo radical un ambiente favorable[7]. La reivindicación de un estatuto similar, tanto
para el matrimonio como para las uniones de hecho (incluso homosexuales)
suele hoy día tratar de justificarse en base a categorías y términos
procedentes de la ideología de «gender»[8]. Así existe una cierta tendencia a designar como
«familia» todo tipo de uniones consensuales, ignorando de este modo la
natural inclinación de la libertad humana a la donación recíproca, y sus
características esenciales, que son la base de ese bien común de la
humanidad que es la institución matrimonial.
II - Familia fundada en el matrimonio y uniones de
hecho
Familia, vida y unión de
hecho
(9) Conviene comprender las diferencias sustanciales entre
el matrimonio y las uniones fácticas. Esta es la raiz de la diferencia
entre la familia de origen matrimonial y la comunidad que se origina en
una unión de hecho. La comunidad familiar surge del pacto de unión de los
cónyuges. El matrimonio que surge de este pacto de amor conyugal no es una
creación del poder público, sino una institución natural y originaria que
lo precede. En las uniones de hecho, en cambio, se pone en común el
recíproco afecto, pero al mismo tiempo falta aquél vínculo matrimonial de
dimensión pública originaria, que fundamenta la familia. Familia y vida
forman una verdadera unidad que debe ser protegida por la sociedad, puesto
que es el núcleo vivo de la sucesión (procreación y educación) de las
generaciones humanas.
En las sociedades abiertas y democráticas de hoy día, el
Estado y los poderes públicos no deben institucionalizar las uniones de
hecho, atribuyéndoles de este modo un estatuto similar al matrimonio y la
familia. Tanto menos equipararlas a la familia fundada en el matrimonio.
Se trataría de un uso arbitrario del poder que no contribuye al bien
común, porque la naturaleza originaria del matrimonio y de la familia
precede y excede, absoluta y radicalmente, el poder soberano del Estado.
Una perspectiva serenamente alejada del talante arbitrario o demagógico,
invita a reflexionar muy seriamente, en el seno de las diferentes
comunidades políticas, acerca de las esenciales diferencias que median
entre la vital y necesaria aportación de la familia fundada en el
matrimonio al bien común y aquella otra realidad que se da en las meras
convivencias afectivas. No parece razonable sostener que las vitales
funciones de las comunidades familiares en cuyo nucleo se encuentra la
institución matrimonial estable y monogámica puedan ser desempeñadas de
forma masiva, estable y permanente, por las convivencias meramente
afectivas. La familia fundada en el matrimonio debe ser cuidadosamente
protegida y promovida como factor esencial de existencia, estabilidad y
paz social, en una ámplia visión de futuro del interés común de la
sociedad.
(10) La igualdad ante la ley debe estar presidida por el
principio de la justicia, lo que significa tratar lo igual como igual, y
lo diferente como diferente; es decir, dar a cada uno lo que le es debido
en justicia: principio de justicia que se quebraría si se diera a las
uniones de hecho un tratamiento jurídico semejante o equivalente al que
corresponde a la familia de fundación matrimonial. Si la familia
matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni equivalentes en
sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, no pueden ser semejantes
ni equivalentes en el estatuto jurídico.
El pretexto aducido para presionar hacia el reconocimiento
de las uniones de hecho (es decir, su «no discriminación»), comporta una
verdadera discriminación de la familia matrimonial, puesto que se la
considera a un nivel semejante al de cualquier otra convivencia sin
importar para nada que exista o no un compromiso de fidelidad recíproca y
de generación-educación de los hijos. La orientación de algunas
comunidades políticas actuales a discriminar el matrimonio reconociendo a
las uniones de hecho un estatuto institucional semejante o, incluso
equiparándolas al matrimonio y la familia, es un grave signo de deterioro
contemporáneo de la conciencia moral social, de «pensamiento débil» ante
el bien común, cuando no de una verdadera y propia imposición ideológica
ejercida por influyentes grupos de presión.
(11) Conviene tener bien presente, en la misma línea de
principios, la distinción entre interés público e interés privado. En el
primer caso, la sociedad y los poderes públicos deben protegerlo e
incentivarlo. En el segundo caso, el Estado debe tan sólo garantizar la
libertad. Donde el interés es público, interviene el derecho público. Y lo
que responde a intereses privados, debe ser remitido, por el contrario, al
ámbito privado. El matrimonio y la familia revisten un interés público y
son núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben ser
reconocidos y protegidos. Dos o más personas pueden decidir vivir juntos,
con dimensión sexual o sin ella, pero esa convivencia o cohabitación no
reviste por ello interés público. Las autoridades públicas pueden no
inmiscuirse en el fenómeno privado de esta elección. Las uniones de hecho
son consecuencia de comportamientos privados y en este plano privado
deberían permanecer. Su reconocimiento público o equiparación al
matrimonio, y la consiguiente elevación de intereses privados a intereses
públicos perjudica a la familia fundada en el matrimonio. En el matrimonio
un varón y una mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida,
ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la
generación y educación de la prole. A diferencia de las uniones de hecho,
en el matrimonio se asumen compromisos y responsabilidades pública y
formalmente, relevantes para la sociedad y exigibles en el ámbito
jurídico.
Las uniones de hecho y el pacto
conyugal
(12) La valoración de las uniones de hecho incluyen también
una dimensión subjetiva. Estamos ante personas concretas, con una visión
propia de la vida, con su intencionalidad, en una palabra, con su
«historia». Debemos considerar la realidad existencial de la libertad
individual de elección y de la dignidad de las personas, que pueden errar.
Pero en la unión de hecho, la pretensión de reconocimiento público no
afecta sólo al ámbito individual de las libertades. Es preciso, por tanto
abordar este problema desde la ética social: el individuo humano es
persona, y por tanto social; el ser humano no es menos social que
racional[9].
Las personas se pueden encontrar y hacer referencia a la
condivisión de valores y exigencias compartidos respecto al bien común en
el diálogo. La referencia universal, el criterio en este campo, no puede
ser otro que el de la verdad sobre el bien humano, objetiva, trascendente
e igual para todos. Alcanzar esta verdad y permanecer en ella es condición
de libertad y de madurez personal, verdadera meta de una convivencia
social ordenada y fecunda. La atención exclusiva al sujeto, al individuo y
sus intenciones y elecciones, sin hacer referencia a una dimensión social
y objetiva de las mismas, orientada al bien común, es el resultado de un
individualismo arbitrario e inaceptable, ciego a los valores objetivos, en
contraste con la dignidad de la persona y nocivo al orden social.«Es
necesario, por tanto, promover una reflexión que ayude no sólo a los
creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el
valor del matrimonio y de la familia. En el Catecismo de la Iglesia
Católica se puede leer: La familia es la 'célula original de la vida
social'. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados
al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la
estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los
fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno
de la sociedad[10]. La razón, si escucha la ley moral inscrita en el
corazón humano, puede llegar al redescubrimiento de la familia. Comunidad
fundada y vivificada por el amor[11], la familia saca su fuerza de la alianza
definitiva de amor con la que un hombre y una mujer se entregan
recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios en el don
de la vida»[12].
El Concilio Vaticano II señala que el llamado amor libre
(«amore sic dicto libero»)[13] constituye un factor disolvente y destructor del
matrimonio, al carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se
funda en el consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos
se dan y se reciben mutuamente, dando origen así a un vínculo jurídico y a
una unidad sellada por una dimensión pública de justicia. Lo que el
Concilio denomina como amor «libre», y contrapone al verdadero amor
conyugal, era entonces –y es ahora– la semilla que engendra las uniones de
hecho. Más adelante, con la rapidez con que hoy se originan los cambios
socio-culturales, ha hecho germinar también los actuales proyectos de
conferir estatuto público a esas uniones fácticas.
(13) Como cualquier otro problema humano, también el de las
uniones de hecho debe ser abordado desde una perspectiva racional, más
precisamente, desde la «recta razón»[14]. Con esta expresión de la ética clásica se subraya
que la lectura de la realidad y el juicio de la razón deben ser objetivos,
libres de condicionamientos tales como la emotividad desordenada, o la
debilidad en la consideración de situaciones penosas que inclinan a una
superficial compasión, o eventuales prejuicios ideológicos, presiones
sociales o culturales, condicionamientos de los grupos de presión o de los
partidos políticos. Ciertamente, el cristiano tiene una visión del
matrimonio y la familia cuyo fundamento antropológico y teológico está
enraizado armónicamente en la verdad que procede de la Palabra de Dios, la
Tradición y el Magisterio de la Iglesia[15]. Pero la misma luz de la fe enseña que la realidad
del sacramento matrimonial no es algo sucesivo y extrínseco, sólo un
añadido externo «sacramental» al amor de los cónyuges, sino que es la
misma realidad natural del amor conyugal asumida por Cristo como signo y
medio de salvación en el orden de la Ley Nueva. El problema de las uniones
de hecho, consiguientemente, puede y debe ser afrontado desde la recta
razón. No es cuestión, primariamente, de fe cristiana, sino de
racionalidad. La tendencia a contraponer en este punto un «pensamiento
católico» confesional a un «pensamiento laico» es errónea[16].
III - Las uniones de hecho en el conjunto de la
sociedad
Dimensión social y política del problema de la
equiparación
(14) Ciertos influjos culturales radicales (como la
ideología del «gender» a la que antes hemos hecho mención), tienen como
consecuencia el deterioro de la institución familiar. «Aún más preocupante
es el ataque directo a la institución familiar que se está
desarrollando, tanto a nivel cultural como en el político, legislativo y
administrativo…Es clara la tendencia a equipar a la familia otras formas
de convivencia bien diversas, prescindiendo de fundamentales
consideraciones de orden ético y antropológico»[17]. Es prioritaria, por tanto, la definición de la
identidad propia de la familia. A esta identidad pertenece el valor y la
exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer,
estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de
procreación y educación de los hijos, lo que resulta en beneficio del
entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no está
sólo asentada en la buena voluntad de las personas concretas, sino que
reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del
Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, protección y
promoción de dicha estabilidad redunda en el interés general,
especialmente de los más débiles, es decir, los hijos.
(15) Otro riesgo en la consideración social del problema que
nos ocupa es el de la banalización. Algunos afirman que el reconocimiento
y equiparación de las uniones de hecho no debería preocupar excesivamente
cuando el número de éstas fuera relativamente escaso. Más bien debería
concluirse, en este caso, lo contrario, puesto que una consideración
cuantitativa del problema debería entonces conducir a poner en duda la
conveniencia de plantear el problema de las uniones de hecho como problema
de primera magnitud, especialmente allí donde apenas se presta una
adecuada atención al grave problema (de presente y de futuro) de la
protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas políticas
familiares, verdaderamente incidentes en la vida social. La exaltación
indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin
referencia alguna a un orden de valores de relevancia social obedece a un
planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y
la familia, ciego a su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta
que la procreación es principio «genético» de la sociedad, y que la
educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del
tejido social, así como núcleo esencial de su configuración
estructural
El reconocimiento y equiparación
de las
uniones de hecho discrimina al matrimonio
(16) Con el reconocimiento público de las uniones de hecho,
se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume
obligaciones respecto a los convivientes de las uniones de hecho, éstos no
asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del
matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a
las uniones de hecho respecto de los matrimonios, al eximir a las primeras
de deberes esenciales para con la sociedad. Se acepta de este modo una
paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución
familiar. Respecto a los recientes intentos legislativos de equiparar
familia y uniones de hecho, incluso homosexuales (conviene tener presente
que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia la equiparación),
es preciso recordar a los parlamentarios su grave responsabilidad de
oponerse a ellos, puesto que «los legisladores, y en modo particular los
parlamentarios católicos, no podrían cooperar con su voto a esta clase de
legislación, que, por ir contra el bien común y la verdad del hombre,
sería propiamente inicua»[18]. Estas iniciativas legales presentan todas las
características de disconformidad con la ley natural que las hacen
incompatibles con la dignidad de ley. Tal y como dice San Agustín «Non
videtur esse lex, quae iusta non fuerit»[19]. Es preciso reconocer un fundamento último del
ordenamiento jurídico[20]. No se trata, por tanto, de pretender imponer un
determinado «modelo» de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de
la exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal,
de la imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al
bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.
(17) La familia tiene derecho a ser protegida y promovida
por la sociedad, como muchas Constituciones vigentes en Estados de todo el
mundo reconocen[21]. Es este un reconocimiento, en justicia, de la
función esencial que la familia fundada en el matrimonio representa para
la sociedad. A este derecho originario de la familia corresponde un deber
de la sociedad, no sólo moral, sino también civil. El derecho de la
familia fundada en el matrimonio a ser protegida y promovida por la
sociedad y el Estado debe ser reconocido por las leyes. Se trata de una
cuestión que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino con una nítida
argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil puedan
determinarse en oposición: son distintas, pero no opuestas, ambas se
distinguen, pero no se disocian, entre ellas no hay univocidad, pero
tampoco contradicción[22]. Como afirma Juan Pablo II, «Es importante que los
que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen
la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición
jurídica específica, que reconoce derechos y deberes por parte de los
esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos,
y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es
primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y
contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de
valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad,
que permite vivir diariamente. En la búsqueda de soluciones legítimas para
la sociedad moderna, no se la puede poner al mismo nivel de simples
asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos
particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso
matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de
vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos
abierta a la vida»[23]
(18) Cuantos se ocupan en política deberían ser conscientes
de la seriedad del problema. La acción política actual tiende en
Occidente, con cierta frecuencia, a privilegiar en general los aspectos
pragmáticos y la llamada «política de equilibrios» sobre cosas muy
concretas sin entrar en la discusión de los principios que puedan
comprometer difíciles y precarios compromisos entre partidos, alianzas o
coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían, más bien, estar
fundados en base a claridad de los principios, fidelidad a los valores
esenciales, nitidez en los postulados fundamentales? «Si no existe ninguna
verdad última que guía y orienta la acción política, entonces las
ideas y las convicciones pueden ser fácilmente instrumentalizadas con
fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en
un totalitarismo abierto o sutil, como la historia lo demuestra»[24]. La función legislativa corresponde a la
responsabilidad política; en este sentido, es propio del político velar
(no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones) para evitar
un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación
ley moral-ley civil y la defensa del valor educativo-cultural del
ordenamiento jurídico[25]. El modo más eficaz de velar por el interés
público no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que
promueven las uniones de hecho, sino la promoción enérgica y sistemática
de políticas familiares orgánicas, y que entiendan la familia fundada en
el matrimonio como el centro y motor de la política social, y que cubran
el extenso ámbito de los derechos de la familia[26]. A este aspecto la Santa Sede ha dedicado espacio
en la Carta de los Derechos de la Familia[27], superando una concepción meramente
asistencialista del Estado.
Presupuestos antropológicos de la diferencia
entre
el matrimonio y las "uniones de hecho"
(19) El matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos
presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de
unión, y que -superando el mero ámbito del obrar, de lo «fáctico»- lo
enraízan en el mismo ser de la persona de la mujer o del varón.
Entre estos presupuestos, se encuentra: la igualdad de mujer
y varón, pues «ambos son personas igualmente»[28] (si bien lo son de modo diverso); el carácter
complementario de ambos sexos[29] del que nace la natural inclinación entre ellos
impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad de
un amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y
complementario, de modo que «este amor se expresa y perfecciona
singularmente con la acción propia del matrimonio»[30]; la posibilidad -por parte de la libertad- de
establecer una relación estable y definitiva, es decir, debida en
justicia[31]; y, finalmente, la dimensión social de la
condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de
educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de
parentesco (que contribuyen a la configuración de la identidad de la
persona humana)[32].
(20) Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre
varón y mujer, es obvio que tal amor inclina (de por si) a una intimidad,
a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un
proyecto común de vida: cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se
le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y
aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Hay una
donación y aceptación recíproca de la persona humana en la comunión
conyugal . «Por tanto, el amor coniugalis no es sólo ni sobre todo
sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra
persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad.
Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en
coniugalis. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del
consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde
este carácter»[33]. A esto, en la tradición histórica cristiana de
occidente, se le llama matrimonio.
(21) Por tanto se trata de un proyecto común estable que
nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo
debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una
institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente
a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar el matrimonio, después de
haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el
momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que
el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico»[34]. Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad
-aun contra las tendencias naturales-, otras formas de convivencia en
común, otras relaciones de amistad -basadas o no en la diferenciación
sexual-, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia de
fundación matrimonial tiene como específico que es la única institución
que aúna y reúne todos los elementos citados, de modo originario y
simultáneo.
(22) Resulta, en consecuencia, necesario subrayar la
gravedad y el carácter insustituible de ciertos principios antropológicos
sobre la relación hombre-mujer, que son fundamentales para la convivencia
humana, y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las
personas. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es
el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero
distintas y complementarias en su sexualidad. Es el ser del matrimonio
como realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de
toda la sociedad el que está en discusión. «Como todos saben, hoy no sólo
se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio,
sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun
excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este
respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho (cf.
Familiaris consortio, n. 81), y las insistentes campañas de opinión
encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre
personas del mismo sexo»[35].
Se trata de un principio básico: un amor, para que sea amor
conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en
justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial.
«A la luz de esos principios -concluye el Papa- puede establecerse y
comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de
hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el
que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también
rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente,
desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que
nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de
la misma sociedad[36].
En efecto, el matrimonio -fundante de la familia- no es una
«forma de vivir la sexualidad en pareja»: si fuera simplemente esto, se
trataría de una forma más entre las varias posibles[37]. Tampoco es simplemente la expresión de un amor
sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en
todo amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre
mujer y varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser
masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de
voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico
viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón:
recíproca entrega y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la
dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en
justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se
constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde sus raíces
en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se
alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su
proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el
fruto y el signo de una exigencia profundamente humana»[38].
Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio
a
las relaciones homosexuales
(23) La verdad sobre el amor conyugal permite comprender
también las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la
relación homosexual: «se pone de manifiesto también qué incongruente es la
pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del
mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer
fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el
proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano.
Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la
complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano
fisico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la
mujer...»[39]. El matrimonio no puede ser reducido a una
condición semejante a la de una relación homosexual; esto es contrario al
sentido común[40]. En el caso de las relaciones homosexuales que
reivindican ser consideradas unión de hecho, las consecuencias morales y
jurídicas alcanzan una especial relevancia[41]. «Las 'uniones de hecho' entre homosexuales,
además, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la
comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación
abierta a la vida»[42]. Todavía es mucho más grave la pretensión de
equiparar tales uniones a «matrimonio legal», como algunas iniciativas
recientes promueven[43]. Por si fuera poco, los intentos de posibilitar
legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones
homosexuales añade a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad[44]. «No puede constituir una verdadera familia el
vínculo de dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede a esa
unión atribuir el derecho de adoptar niños privados de familia»[45]. Recordar la trascendencia social de la verdad
sobre el amor conyugal y, en consecuencia, el grave error que supondría el
reconocimiento o incluso equiparación del matrimonio a las relaciones
homosexuales no supone discriminar, en ningún modo, a estas personas. Es
el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan,
favorezcan y protegan la unión matrimonial como base de la familia, que se
vería, de este modo, perjudicada[46].
IV - Justicia y bien social de la familia
La familia, bien social a proteger en
justicia
(24) El matrimonio y la familia son un bien social de primer
orden: «La familia expresa siempre una nueva dimensión del bien para los
hombres, y por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la
responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se encuentra el
bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidad familiar; es un
bien ciertamente ‘difícil’ (‘bonum arduum’), pero atractivo»[47]. Ciertamente no todos los cónyuges ni todas las
familias desarrollan de hecho todo el bien personal y social posible[48], de ahí que la sociedad deba corresponder poniendo
a su alcance del modo más accesible los medios para facilitar el
desarrollo de sus valores propios, pues «conviene hacer realmente todos
los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad
primordial y, en cierto modo, ‘soberana’. Su ‘soberanía` es
indispensable para el bien de la sociedad»[49].
Valores sociales objetivos a
fomentar
(25) Así entendido, el matrimonio y la familia constituyen
un bien para la sociedad porque protegen un bien precioso para los
cónyuges mismos, pues «la familia, sociedad natural, existe antes que
el Estado o cualquier otra comunidad, y posee unos derechos propios que
son inalienables»[50]. De una parte, la dimensión social de la condición
de casados postula un principio de seguridad jurídica: porque el hacerse
esposa o esposo pertenece al ámbito del ser -y no del mero obrar- la
dignidad de este nuevo signo de identidad personal tiene derecho a su
reconocimiento público y que la sociedad corresponda como merece el bien
que constituye [51]. Es obvio que el buen orden de la sociedad es
facilitado cuando el matrimonio y la familia se configuran como lo que son
verdaderamente: una realidad estable[52]. Por lo demás, la integridad de la donación como
varón y mujer en su potencial paternidad y maternidad, con la consiguiente
unión -también exclusiva y permanente- entre los padres y los hijos
expresa una confianza incondicional que se traduce en una fuerza y un
enriquecimiento para todos[53].
(26) De una parte, la dignidad de la persona humana exige
que su origen provenga de los padres unidos en matrimonio; de la unión
íntima, íntegra, mutua y permanente -debida- que proviene del ser esposos.
Se trata, por tanto, de un bien para los hijos. Este origen
es el único que salvaguarda adecuadamente el principio de identidad de los
hijos, no sólo desde la perspectiva genética o biológica, sino también
desde la perspectiva biográfica o histórica[54]. Por otra parte, el matrimonio constituye el
ámbito de por sí más humano y humanizador para la acogida de los hijos:
aquel que más fácilmente presta una seguridad afectiva, aquel que
garantiza mayor unidad y continuidad en el proceso de integración social y
de educación. «La unión entre madre y concebido y la función
insustituible del padre requieren que el hijo sea acogido en una familia
que le garantice, posiblemente, la presencia de ambos padres. La
contribución específica ofrecida por ellos a la familia, y a través de
ella, a la sociedad, es digna de gran consideración»[55]. Por lo demás, la secuencia continuada entre
conyugalidad, maternidad/paternidad, y parentesco (filiación, fraternidad,
etc.), evita muchos y serios problemas a la sociedad que aparecen
precisamente cuando se rompe la concatenación de los diversos elementos de
modo que cada uno de ellos viene a actuar con independencia de los demás[56].
(27) También para los demás miembros de la familia la
unión matrimonial como realidad social aporta un bien. En efecto, en el
seno de la familia nacida de un vínculo conyugal, no sólo las nuevas
generaciones son acogidas y aprenden a cooperar con lo que les es propio,
sino que también las generaciones anteriores (abuelos) tienen la
oportunidad de contribuir al enriquecimiento común: aportar las propias
experiencias, sentir una vez mas la validez de su servicio, confirmar su
dignidad plena de personas siendo valoradas y amadas por sí mismas, y
aceptadas en un diálogo intergeneracional tantas veces fecundo. En efecto,
«la familia es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y
donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los
derechos individuales con las demás exigencias de la vida social»[57]. A la vez, las personas de la tercera edad pueden
mirar con confianza y seguridad el futuro porque se saben rodeadas y
atendidas por aquellos a quienes han atendido durante largos años. Por lo
demás, es conocido que, cuando la familia vive realmente como tal, la
calidad en la atención a las personas ancianas no puede ser suplida -al
menos en determinados aspectos- por la atención prestada desde
instituciones ajenas a su ámbito, aunque sea esmerada y cuente con
avanzados medios técnicos[58].
(28) Se pueden considerar también otros bienes para
el conjunto de la sociedad, derivados de la comunión
conyugal como esencia del matrimonio y origen de la familia. Por ejemplo,
el principio de identificación del ciudadano, el principio del carácter
unitario del parentesco -que constituye las relaciones originarias de la
vida en sociedad- así como su estabilidad; el principio de transmisión de
bienes y valores culturales; el principio de subsidiariedad: pues la
desaparición de la familia obligaría al Estado a la carga de sustituirla
en tareas que le son propias por naturaleza; el principio de economía
también en materia procesal: pues donde se rompe la familia el Estado debe
multiplicar su intervencionismo para resolver directamente problemas que
deberían mantenerse y solucionarse en el ámbito privado, con elevados
costes traumáticos y también económicos. En resumen, además de lo expuesto
hay que recordar que «la familia constituye, más que una unidad jurídica,
social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible
para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos,
sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y
bienestar de sus propios miembros y de la sociedad»[59] Por lo demás, la desmembración de la familia,
lejos de contribuir a una esfera mayor de libertad, dejaría al individuo
cada vez más inerme e indefenso ante el poder del Estado, y lo
empobrecería al exigir una progresiva complejidad jurídica.
La sociedad y el Estado deben proteger y
promover
la familia fundada en el matrimonio
(29) En definitiva, la promoción humana, social y material
de la familia fundada en el matrimonio y la protección jurídica de los
elementos que la componen en su carácter unitario, no sólo es un bien para
los componentes de la familia individualmente considerados, sino para la
estructura y el funcionamiento adecuado de las relaciones interpersonales,
de los equilibrios de poderes, de las garantías de libertad, de los
intereses educativos, de la personalización de los ciudadanos y de la
distribución de funciones entre las diversas instituciones sociales: «el
papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es
determinante e insustituible»[60]. No podemos olvidar que si la crisis de la familia
ha sido en determinadas ocasiones y aspectos la causante de un mayor
intervencionismo estatal en su ámbito propio, también es cierto que en
muchas otras ocasiones y aspectos ha sido la iniciativa de los
legisladores la que ha facilitado o promovido las dificultades y rupturas
de no pocos matrimonios y familias. «La experiencia de diferentes culturas
a través de la historia ha mostrado la necesidad que tiene la sociedad de
reconocer y defender la institución de la familia (...) La sociedad, y de
modo particular el Estado y las Organizaciones Internacionales, deben
proteger la familia con medidas de carácter político, económico, social y
jurídico, que contribuyan a consolidar la unidad y la estabilidad de la
familia para que pueda cumplir su función específica»[61]
Hoy más que nunca se hace necesaria -para la familia, y para
la sociedad misma- una atención adecuada a los problemas actuales del
matrimonio y la familia, un respeto exquisito de la libertad que le
corresponde, una legislación que proteja sus elementos esenciales y que no
grabe las decisiones libres: respecto a un trabajo de la mujer no
compatible con su situación de esposa y madre[62], respecto a una "cultura del éxito" que no permite
a quien trabaja hacer compatible su competencia profesional con la
dedicación a su familia[63], respecto a la decisión de tener los hijos que en
su conciencia asuman los cónyuges[64], respecto a la protección del carácter permanente
al que legítimamente aspiran las parejas casadas[65], respecto a la libertad religiosa y a la dignidad
e igualdad de derechos[66] respecto a los principios y ejecución de la
educación querida para los hijos[67], respecto a al tratamiento fiscal y a otras normas
de tipo patrimonial (sucesiones, vivienda, etc.), respecto al tratamiento
de su autonomía legítima y al respeto y fomento de su iniciativa en el
ámbito social y político, especialmente en lo referente a la propia
familia[68]. De ahí la necesidad social de distinguir
fenómenos diferentes en sí mismos, en su aspecto legal, y en su aportación
al bien común, y de tratarlos adecuadamente como distintos. «El valor
institucional del matrimonio debe ser reconocido por las autoridades
públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo
nivel que el matrimonio debidamente contraído»[69].
V - Matrimonio cristiano y unión de hecho
Matrimonio cristiano y pluralismo
social
(30) La Iglesia, más intensamente en los últimos tiempos, ha
recordado insistentemente la confianza debida a la persona humana, su
libertad, su dignidad y sus valores, y la esperanza que proviene de la
acción salvífica de Dios en el mundo, que ayuda a superar toda debilidad.
A la vez, ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a
la persona humana y su dignidad, haciendo notar también algunos
presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamada «postmoderna», que
hacen difícil comprender y vivir los valores que exige la verdad acerca
del ser humano. «En efecto, ya no se trata de contestaciones parciales y
ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones
antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y
sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más
o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la
libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad»[70]
Cuando se produce esta desvinculación entre libertad y
verdad, «desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad
absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de
un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable:
incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida»[71]. Se trata también de un aviso ciertamente
aplicable a la realidad del matrimonio y la familia, única fuente y cauce
plenamente humano de la realización de ese primer derecho. Esto sucede
cuando se acepta «una corrupción de la idea y de la experiencia de la
libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del
proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza
autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al
propio bienestar egoísta»[72]
(31) Asimismo, la comunidad cristiana ha vivido desde el
principio la constitución del matrimonio cristiano como signo real de la
unión de Cristo con la Iglesia. El matrimonio ha sido elevado por
Jesucristo a evento salvífico en el nuevo orden instaurado en la economía
de la Redención, es decir, el matrimonio es sacramento de la nueva
Alianza[73], aspecto esencial para comprender el contenido y
alcance del consorcio matrimonial entre los bautizados. El Magisterio de
la Iglesia ha señalado también con claridad que «el sacramento del
matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento
de una realidad que existe ya en la economía de la Creación; ser el mismo
pacto conyugal instituido por el Creador al principio»[74].
En el contexto de una sociedad frecuentemente
descristianizada y alejada de los valores de la verdad de la persona
humana, interesa ahora subrayar precisamente el contenido de esa «alianza
matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de
toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges
y a la generación y educación de la prole»[75], tal como fue instituido por Dios «desde el
principio»[76], en el orden natural de la Creación. Es
conveniente una serena reflexión no sólo a los fieles creyentes, sino
también a quienes están ahora alejados de la práctica religiosa, carecen
de la fe, o sostienen creencias de diversa índole: a toda persona humana,
en cuanto mujer y varón, miembros de una comunidad civil, y responsables
del bien común. Conviene recordar la naturaleza de la familia de origen
matrimonial, su carácter ontológico, y no sólamente histórico y
coyuntural, por encima de los cambios de tiempos, lugares y culturas, y la
dimensión de justicia que surge de su propio ser.
El proceso de secularización de la familia en
Occidente
(32) En los comienzos del proceso de secularización de la
institución matrimonial, lo primero y casi único que se secularizó fueron
las nupcias o formas de celebración del matrimonio, al menos en los países
occidentales de raíces católicas. Pervivieron, no obstante, tanto en la
conciencia popular, como en los ordenamientos seculares, durante un cierto
tiempo, los principios básicos del matrimonio, tales como el valor
precioso de la indisolubilidad matrimonial, y, especialmente, de la
indisolubilidad absoluta del matrimonio sacramental, rato y consumado,
entre bautizados[77]. La introducción generalizada en los ordenamientos
legislativos de lo que el Concilio Vaticano II denomina «la epidemia del
divorcio», dió origen a un progresivo oscurecimiento en la conciencia
social, sobre el valor de aquello que constituyó durante siglos una gran
conquista de la humanidad. La Iglesia primitiva logró, no ya sacralizar o
cristianizar la concepción romana del matrimonio, sino devolver esta
institución a sus orígenes creacionales, de acuerdo con la explícita
voluntad de Jesucristo. Es cierto que en la conciencia de aquella Iglesia
primitiva se percibía ya con claridad que el ser natural del matrimonio
estaba ya concebido en su orígen por Dios Creador para ser signo del amor
de Dios a su pueblo, y una vez llegada la plenitud de los tiempos,
del amor de Cristo a su Iglesia. Pero lo primero que hace la Iglesia,
guiada por el Evangelio y por las explícitas enseñanzas de Cristo su
Señor, es reconducir el matrimonio a sus principios, consciente de que «el
mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines
varios»[78]. Era bien consciente además de que la importancia
de esa institución natural «es muy grande para la continuación del género
humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su
suerte eterna, para la dignidad, estabilidad paz y prosperidad de la misma
familia y de toda la sociedad humana...»[79]. Quienes se casan según las formalidades
establecidas (por la Iglesia y el Estado, según los casos), pueden y
quieren, ordinariamente, contraer un verdadero matrimonio; la tendencia a
la unión conyugal es connatural a la persona humana, y en esta decisión se
basa el aspecto jurídico del pacto conyugal y el nacimiento de un
verdadero vínculo conyugal.
El matrimonio, institución del amor conyugal,
ante
otro tipo de uniones
(33) La realidad natural del matrimonio está contemplada en
las leyes canónicas de la Iglesia[80]. La ley canónica describe en sustancia el ser del
matrimonio de los bautizados, tanto en su momento in fieri -el
pacto conyugal- como en su condición de estado permanente en el que se
ubican las relaciones conyugales y familiares. En este sentido, la
jurisdicción eclesiástica sobre el matrimonio es decisiva y representa una
auténtica salvaguardia de los valores familiares. No siempre se comprenden
y respetan adecuadamente los principios básicos del ser matrimonial
respecto al amor conyugal, y su índole de sacramento.
(34) Por lo que respecta a los primeros, se habla con
frecuencia del amor como base del matrimonio y de éste como de una
comunidad de vida y de amor, pero no siempre se afirma de manera clara su
verdadera condición de institución conyugal, al no incorporar la dimensión
de justicia propia del consenso. El matrimonio es institución. No advertir
esta deficiencia, suele generar un grave equívoco entre el matrimonio
cristiano y las uniones de hecho: también los convivientes en uniones de
hecho pueden decir que están fundados en el «amor» (pero un "amor"
calificado por el Concilio Vaticano II como «sic dicto libero»), y que
constituyen una comunidad de vida y amor, pero sustancialmente diversa a
la «communitas vitae et amoris coniugalis» del matrimonio[81].
(35) En relación a los principios básicos respecto a la
sacramentalidad del matrimonio, la cuestión es más compleja, porque los
pastores de la Iglesia deben considerar la inmensa riqueza de gracia que
dimana del ser sacramental del matrimonio cristiano y su influjo en las
relaciones familiares derivadas del matrimonio. Dios ha querido que el
pacto conyugal del principio, el matrimonio de la Creación, sea signo
permanente de la unión de Cristo con la Iglesia, y sea por ello verdadero
sacramento de la Nueva Alianza. El problema reside en comprender
adecuadamente que esa sacramentalidad no es algo sobreañadido o extrínseco
al ser natural del matrimonio, sino que es el mismo matrimonio querido
indisoluble por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción
redentora de Cristo, sin que ello suponga ninguna «desnaturalización» de
la realidad. Por no entenderse adecuadamente la peculiaridad de este
sacramento respecto a los otros, pueden surgir malos entendimientos que
oscurecen la noción de matrimonio sacramental. Esto tiene una incidencia
especial en la preparación para el matrimonio: los loables esfuerzos en
preparar a los novios para la celebración del sacramento, pueden
desvanecerse sin una comprensión clara de lo que es el matrimonio
absolutamente indisoluble que van a contraer. Los bautizados no se
presentan ante la Iglesia sólo para celebrar una fiesta mediante unos
ritos especiales, sino para contraer un matrimonio para toda la vida, que
es un sacramento de la Nueva Alianza. Por este sacramento participan en el
misterio de la unión de Cristo y la Iglesia, y expresan su unión íntima e
indisoluble[82].
VI - Guías cristianas de orientación
Planteamiento básico del problema:
"al principio no
fue así"
(36) La comunidad cristiana se ve interpelada por el
fenómeno de las uniones de hecho. Las uniones sin vínculo institucional
legal -ni civil ni religioso-, constituyen ya un fenómeno cada vez más
frecuente al que tiene que prestar atención la acción pastoral de la
Iglesia[83]. No sólo mediante la razón, sino también, y sobre
todo, mediante el «esplendor de la verdad» que le ha sido donado mediante
la fe, el creyente es capaz de llamar las cosas con su propio nombre: el
bien, bien, y el mal, mal. En el contexto actual, fuertemente
relativista e inclinado a disolver toda diferencia -incluso aquellas
que son esenciales- entre matrimonio y uniones de hecho, son precisas la
mayor sabiduría y la libertad más valiente a la hora de no prestarse a
equívocos ni a compromisos, con la convicción de que la «crisis más
peligrosa que puede afligir al hombre» es «la confusión entre el bien y el
mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los
individuos y las comunidades»[84]. A la hora de efectuar una reflexión
específicamente cristiana de los signos de los tiempos ante el aparente
oscurecimiento, en el corazón de algunos de nuestros contemporaneos, de la
verdad profunda del amor humano, conviene acercarse a las aguas puras del
Evangelio.
(37) «Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a
prueba, le dijeron: '¿puede uno repudiar a su mujer por un motivo
cualquiera?' El respondió '¿No habeis leído que el Creador, desde el
comienzo, los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre
a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola
carne? De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien, lo
que Dios unió no lo separe el hombre'. Dícenle: 'Pues ¿por qué Moisés
prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?' Díceles: 'Moisés, teniendo
en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras
mujeres; pero al principio no fue así'» (Mt 19, 3-8). Son bien conocidas
estas palabras del Señor, así como la reacción de los discípulos: «Si tal
es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae en cuenta
casarse» (Mt 19, 10). Esta reacción se enmarca, ciertamente, en la
mentalidad entonces dominante, una mentalidad en ruptura con el plan
originario del Creador[85]. La concesión de Moisés traduce la presencia del
pecado, que adopta la forma de una «duritia cordis». Hoy, quizás más
que en otros tiempos, es preciso tener en cuenta este obstáculo de la
inteligencia, endurecimiento de la voluntad, fijación de las pasiones, que
es la raiz escondida de muchos de los factores de fragilidad que influyen
en la difusión presente de las uniones de hecho.
Uniones de hecho, factores de fragilidad
y gracia
sacramental
(38) La presencia de la Iglesia y del matrimonio cristiano
ha comportado, durante siglos, que la sociedad civil fuera capaz de
reconocer el matrimonio en su condición originaria, a la que Cristo alude
en su respuesta[86]. La condición originaria del matrimonio, y la
dificultad de reconocerla y de vivirla como íntima verdad, en la
profundidad del propio ser, «propter duritiam cordis» resulta, también
hoy, de perenne actualidad. El matrimonio es una institución natural cuyas
características esenciales pueden ser reconocidas por la inteligencia, más
allá de las culturas[87]. Este reconocimiento de la verdad sobre el
matrimonio es también de orden moral[88]. Pero no se puede ignorar el hecho de que la
naturaleza humana, herida por el pecado, y redimida por Cristo, no siempre
alcanza a reconocer con claridad las verdades inscritas por Dios en su
propio corazón. De aquí que el testimonio cristiano en el mundo, la
Iglesia y su Magisterio sean una enseñanza y un testimonio vivos en medio
del mundo[89]. Es también importante en este contexto subrayar
la verdadera y propia necesidad de la gracia para que la vida matrimonial
se desarrolle en su auténtica plenitud[90]. Por ello, a la hora de un discernimiento pastoral
de la problemática de las uniones de hecho, es importante la consideración
de la fragilidad humana y la importancia de una experiencia y una
catequesis verdaderamente eclesiales, que oriente hacia la vida de gracia,
oración, los sacramentos, y en particular el de la
Reconciliación.
(39) Es necesario distinguir diversos elementos, entre estos
factores de fragilidad que dan origen a esas uniones de hecho,
caracterizadas por el amor llamado «libre», que omite o excluye la
vinculación propia y característica del amor conyugal. Además, es preciso,
como decíamos antes, distinguir las uniones de hecho a las que algunos se
consideran como obligados por difíciles situaciones y aquellas otras
buscadas en sí mismas con «una actitud de desprecio, contestación o
rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización
socio-política o de la mera búsqueda del placer»[91]. Hay que considerar también a quienes son
empujados a las uniones de hecho «por la extrema ignorancia y pobreza, a
veces por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia,
o también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la
incertidumbre o el temor de ligarse con un vínculo estable y definitivo»[92].
El discernimiento ético, la acción pastoral, y el compromiso
cristiano con las realidades políticas, deberán tener en cuenta, por
consiguiente, la multiplicidad de realidades que se encuentran bajo el
término común «uniones de hecho», de las que antes hemos hecho mención[93]. Cualesquiera que sean las causas que las originan
esas uniones comportan «serios problemas pastorales, por las graves
consecuencias religiosas y morales que de ahí se derivan (pérdida del
sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con
su Pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así
como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de
familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad,
posibles traumas psicológicos en los hijos y reafirmación del egoísmo)»[94]. La Iglesia se muestra, por tanto, sensible a la
proliferación de esos fenómenos de uniones no matrimoniales, debido a la
dimensión moral y pastoral del problema.
Testimonio del matrimonio cristiano
(40) Los esfuerzos por obtener una legislación favorable de
las uniones de hecho en muchísimos países de antigua tradición cristiana
crea no poco preocupación entre pastores y fieles. Podría parecer que
muchas veces no se sabe qué respuesta dar a este fenómeno y la reacción es
meramente defensiva, pudiendo darse la impresión de que la Iglesia
simplemente quiere mantener el statu quo, como si la familia
matrimonial fuera simplemente el modelo cultural (un modelo
«tradicional») de la Iglesia que se quiere conservar a pesar de las
grandes transformaciones de nuestra época.
Ante ello, es preciso profundizar en los aspectos positivos
del amor conyugal de modo que sea posible volver a inculturar la verdad
del Evangelio, de modo análogo a como lo hicieron los cristianos de los
primeros siglos de nuestra era. El sujeto privilegiado de esta nueva
evangelización de la familia son las familias cristianas, porque son
ellas, sujetos de evangelización, las primeras evangelizadoras de la
«buena noticia» del «amor hermoso»[95] no sólo con su palabra sino, sobre todo, con su
testimonio personal. Es urgente redescubrir el valor social de la
maravilla del amor conyugal, puesto que el fenómeno de las uniones de
hecho no está al margen de los factores ideológicos que la oscurecen, y
que corresponden a una concepción errada de la sexualidad humana y de la
relación hombre-mujer. De aquí la trascendental importancia de la vida de
gracia en Cristo de los matrimonios cristianos: «También la familia
cristiana está inserta en la Iglesia, pueblo sacerdotal, mediante el
sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y de la que se
alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e invitada
al diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la
propia vida y la oración. Este es el cometido sacerdotal que la familia
cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a
través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De
esta manera la familia cristiana es llamada a santificarse y santificar a
la comunidad eclesial y al mundo»[96]
(41) La presencia misma de los matrimonios cristianos en los
múltiples ambientes de la sociedad es un modo privilegiado de mostrar al
hombre contemporáneo (en buena medida destruído en su subjetividad,
exhausto en una vana búsqueda de un amor «libre», opuesto al verdadero
amor conyugal, mediante una multitud de experiencias fragmentadas) la real
posibilidad de reencuentro del ser humano consigo mismo, de ayudarle a
comprender la realidad de una subjetividad plenamente realizada en el
matrimonio en Cristo Señor. Solo en esta especie de «choque» con la
realidad, puede hacer emerger, en el corazón, la nostalgia de una patria
de la cual toda persona custodia un recuerdo imborrable. A los hombres y
mujeres desengañados, que se preguntan a sí mismos cínicamente: «¿puede
venir algo bueno del corazón humano?» es preciso poder responderles:
«venid y ved nuestro matrimonio, nuestra familia». Este puede ser un punto
decisivo de partida, testimonio real con que la comunidad cristiana, con
la gracia de Dios, manifiesta la misericordia de Dios para con los
hombres. Puede constatarse como sumamente positiva, en muchos ambientes,
la muy considerable influencia ejercida por parte de los fieles
cristianos. En razón de una consciente elección de fe y vida, resultan, en
medio de sus contemporáneos, como el fermento en la masa, como la luz en
medio a las tinieblas. La atención pastoral en su preparación al
matrimonio y la familia, y su acompañamiento en la vida matrimonial y
familiar es de fundamental importancia para la vida de la Iglesia y del
mundo[97].
Adecuada preparación al matrimonio
(42) El Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir del
Concilio Vaticano II, se ha referido reiteradamente a la importancia e
insustituibilidad de la preparación al matrimonio en la pastoral
ordinaria. Esta preparación no puede reducirse a una mera información
sobre lo que es el matrimonio para la Iglesia, sino que debe ser verdadero
camino de formación de las personas, basado en la educación en la fe y la
educación en las virtudes. Este Pontificio Consejo para la Familia ha
tratado de este importante aspecto de la pastoral de la Iglesia,
subrayando la centralidad de la preparación al matrimonio y el contenido
de dicha preparación en los Documentos Sexualidad humana: verdad y
significado, de 8 de Diciembre de 1995, y Preparación al sacramento
del matrimonio, de 13 de mayo de 1996.
(43) «La preparación al matrimonio, a la vida conyugal y
familiar, es de gran importancia para el bien de la Iglesia.
Efectivamente, el sacramento del matrimonio tiene un gran valor para toda
la comunidad cristiana y, en primer lugar, para los esposos, cuya decisión
es de tal importancia, que no se puede dejar a la improvisación o a
elecciones apresuradas. En otras épocas, esta preparación podía contar con
el apoyo de la sociedad, la cual reconocía los valores y los beneficios
del matrimonio. La Iglesia, sin dificultades o dudas, tutelaba su
santidad, consciente del hecho de que el sacramento del matrimonio
representaba una garantía eclesial, como célula vital del Pueblo de Dios.
El apoyo de la Iglesia era, al menos en las comunidades realmente
evangelizadas, firme, unitario y compacto. Eran raras, en general, las
separaciones y los fracasos matrimoniales y el divorcio era considerado
como una 'plaga' social (cfr. GS 47). Hoy, en cambio, en no pocos casos,
se asiste a una acentuada descomposición de la familia y a una cierta
corrupción de los valores del matrimonio. En muchas naciones, sobre todo
económicamente desarrolladas, el índice de nupcialidad se ha reducido. Se
suele contraer matrimonio en una edad más avanzada y aumenta el número de
divorcios y separaciones, también en los primeros años de la vida
conyugal. Todo ello lleva inevitablemente a una inquietud pastoral, muchas
veces recordada: quien contrae el matrimonio, ¿está realmente preparado
para ello? El problema de la preparación para el sacramento del matrimonio
y para la vida conyugal, surge como una gran necesidad pastoral, ante todo
por el bien de los esposos, para toda la comunidad cristiana y para la
sociedad. Por ello aumentan en todas partes el interés y las iniciativas
para dar respuestas adecuadas y oportunas a la preparación al sacramento
del matrimonio»[98]
(44) En la actualidad el problema no se reduce tanto como en
otros tiempos a que los jóvenes llegan impreparados al matrimonio. Debido
en parte a una visión antropológica pesimista, desestructurante,
disolvente de la subjetividad, muchos de ellos incluso ponen en duda la
posibilidad misma de una donación real en el matrimonio que dé origen a un
vínculo fiel, fecundo e indisoluble. Fruto de esta visión es, en algunos
casos, el rechazo de la institución matrimonial como una realidad
ilusoria, a la que sólo podrían acceder personas con una preparación
especialísima. De aquí la importancia de una educación cristiana en una
noción recta y realista de la libertad en relación al matrimonio, como
capacidad de escoger y encaminarse a ese bien que es la donación
matrimonial.
Catequesis familiar
(45) En este sentido, es muy importante la acción de
prevención mediante la catequesis familiar. El testimonio de las
familias cristianas es insustituible, tanto con los propios hijos como en
medio a la sociedad en la que viven: no son sólo los pastores quienes
deben defender a la familia, sino las mismas familias que deben exigir el
respeto de sus derechos y de su identidad. Debe hoy subrayarse el
importante lugar que en la pastoral familiar representan las catequesis
familiares, en las que de modo orgánico, completo y sistemático se
afronten las realidades familiares y, sometidas al criterio de la fe,
esclarecidas con la Palabra de Dios interpretada eclesialmente en
fidelidad al Magisterio de la Iglesia por pastores legítimos y competentes
que contribuyan verdaderamente, en un proceso catequético, a la
profundización de la verdad salvífica sobre el hombre. Se debe hacer un
esfuerzo para mostrar la racionalidad y la credibilidad del Evangelio
sobre el matrimonio y la familia, reestructurando el sistema educativo de
la Iglesia[99]. Así, la explicación del matrimonio y la familia a
partir de una visión antropológica correcta no deja de causar sorpresa
entre los mismos cristianos, que descubren que no es una cuestión sólo de
fe, y que encuentran razones para confirmarse en ella y para actuar, dando
testimonio personal de vida y desarrollando una misión apostólica
específicamente laical.
Medios de comunicación
(46) En nuestros días, la crisis de los valores familiares y
de la noción de familia en los ordenamientos estatales y en los medios de
transmisión de la cultura —prensa, televisión, internet, cine, etc.— hace
necesario un especial esfuerzo de presencia de los valores familiares
en los medios de comunicación. Se considere, por ejemplo, la gran
influencia de estos medios en la pérdida de sensibilidad social ante
situaciones como el adulterio, el divorcio, o las mismas uniones de hecho,
así como la perniciosa deformación, en muchos casos, en los «valores» (o
mejor «disvalores») que dichos medios presentan, a veces, como propuestas
normales de vida. Además hay que tener en cuenta que, en ciertas ocasiones
y pese a la meritoria contribución de los cristianos comprometidos que
colaboran en estos medios, ciertos programas y series televisivas, por
ejemplo, no sólo no contribuyen a la formación religiosa, sino más bien a
la desinformación y al incremento de la ignorancia religiosa. Estos
factores, pese a no encontrarse entre los elementos fundamentales de la
conformación de una cultura, influyen, en una medida no irrelevante, entre
aquellos elementos sociológicos a tener en cuenta en una pastoral
inspirada en criterios realistas.
Compromiso social
(47) Para muchos de nuestros contemporáneos, cuya
subjetividad ha sido ideológicamente «demolida», por así decirlo, el
matrimonio resulta poco más o menos impensable; para estas personas la
realidad matrimonial no tiene ningún significado. ¿En que modo puede la
pastoral de la Iglesia ser también para ellas un evento de salvación? En
este sentido, el compromiso político y legislativo de los católicos
que tienen responsabilidades en estos ámbitos resulta decisivo. Las
legislaciones constituyen, en ámplia medida, el «ethos» de un pueblo.
Sobre este particular, resulta especialmente oportuno una llamada a vencer
la tentación de indiferencia en el ámbito político-legislativo, y subrayar
la necesidad de testimonio público de la dignidad de la persona. La
equiparación a la familia de las uniones de hecho supone, como ha ya
quedado expuesto, una alteración del ordenamiento hacia el bien común de
la sociedad y comporta un deterioro de la institución matrimonial fundada
en el matrimonio. Es un mal, por tanto, para las personas, las familias y
las sociedades. Lo «políticamente posible» y su evolución a lo largo del
tiempo no puede resultar desvinculado de los principios últimos de la
verdad sobre la persona humana, que tiene que inspirar actitudes,
iniciativas concretas y programas de futuro[100]. También resulta conveniente la crítica al
«dogma» de la conexión indisociable entre democracia y relativismo ético
que se encuentra en la base de muchas iniciativas legislativas que buscan
la equiparación de las uniones de hecho con la familia.
(48) El problema de las uniones de hecho constituye un
verdadero desafío para los cristianos, en el saber mostrar el aspecto
razonable de la fe, la profunda racionalidad del Evangelio del
matrimonio y la familia. Un anuncio del mismo que prescinda de este
desafío a la racionalidad (entendida como íntima correspondencia ente
desiderium naturale del hombre y el Evangelio anunciado por la
Iglesia) resultará ineficaz. Para ello es hoy día más necesario que en
otros tiempos manifestar en terminos creíbles, la interior credibilidad de
la verdad sobre el hombre que está en la base de la institución del amor
conyugal. El matrimonio, a diferencia de cuanto ocurre con los otros
sacramentos, pertenece también a la economía de la Creación, se inscribe
en una dinámica natural en el género humano. Es además, en segundo lugar,
necesaria una renovada reflexión de las bases fundamentales, de los
principios esenciales que inspiran las actividades educativas, en los
diversos ámbitos e instituciones. ¿Cuál es la filosofía de las
instituciones educativas hoy en la Iglesia, y cuál es el modo en que estos
principios revierten en una adecuada educación al matrimonio y la familia,
en tanto que estructuras nucleares fundamentales y necesarias para la
misma sociedad?
Atención y cercanía pastoral
(49) Es legítima la comprensión por la problemática
existencial y las elecciones de las personas que viven en uniones de hecho
y en ciertas ocasiones, un deber. Algunas de estas situaciones, incluso,
deben suscitar verdadera y propia compasión. El respeto por la dignidad de
las personas no está sometido a discusión. Sin embargo, la comprensión de
las circunstancias y el respeto de las personas no equivalen a una
justificación. Más bien se trata de subrayar, en estas circunstancias que
la verdad es un bien esencial de las personas y factor de auténtica
libertad: que de la afirmación de la verdad no resulte ofensa, sino sea
forma de caridad, de manera que el «no disminuir en nada la doctrina
salvadora de Cristo» sea «forma eminente de caridad para con las almas»[101], de modo tal, que se acompañe «con la paciencia
y la bondad de la cual el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los
hombres»[102]. Los cristianos deben, por tanto, tratar de
comprender los motivos personales, sociales, culturales e ideológicos de
la difusión de la uniones de hecho. Es preciso recordar que una pastoral
inteligente y discreta puede, en ciertas ocasiones favorecer la
recuperación «institucional» de algunas de estas uniones. Las personas que
se encuentran en estas situaciones deben ser tenidas en cuenta, de manera
particularizada y prudente, en la pastoral ordinaria de la comunidad
eclesial, una atención que comporta cercanía, atención a los problemas y
dificultades derivados, diálogo paciente y ayuda concreta, especialmente
en relación a los hijos. La prevención es, también en este aspecto de la
pastoral, una actitud prioritaria.
Conclusión
(50) La sabiduría de los pueblos ha sabido reconocer
sustancialmente, a lo largo de los siglos, aunque con limitaciones, el ser
y la misión fundamental e insustituíble de la familia fundada en el
matrimonio. La familia es un bien necesario e imprescindible para toda
sociedad, que tiene un verdadero y propio derecho, en justicia, a ser
reconocida, protegida y promovida por el conjunto de la sociedad. Es este
conjunto el que resulta dañado, cuando se vulnera, de uno u otro modo,
este bien precioso y necesario de la humanidad. Ante el fenómeno social de
las uniones de hecho, y la postergación del amor conyugal que comporta es
la sociedad misma quien no puede quedar indiferente. La mera y simple
cancelación del problema mediante la falsa solución de su reconocimiento,
situándolas a un nivel público semejante, o incluso equiparándolas a las
familias fundadas en el matrimonio, además de resultar en perjuicio
comparativo del matrimonio (dañando, aún más, esta necesaria institución
natural tan necesitada hoy día, en cambio, de verdaderas políticas
familiares), supone un profundo desconocimiento de la verdad antropológica
del amor humano entre un hombre y una mujer, y su indisociable aspecto de
unidad estable y abierta a la vida. Este desconocimiento es aún más grave,
cuando se ignora la esencial y profundísima diferencia entre el amor
conyugal del que surge la institución matrimonial y las relaciones
homosexuales. La «indiferencia» de las administraciones públicas en este
aspecto se asemeja mucho a una apatía ante la vida o la muerte de la
sociedad, a una indiferencia ante su proyección de futuro, o su
degradación. Esta «neutralidad» conduciría, si no se ponen los remedios
oportunos, a un grave deterioro del tejido social y de la pedagogía de las
generaciones futuras.
La inadecuada valoración del amor conyugal y de su
intrínseca apertura a la vida, con la inestabilidad de la vida familiar
que ello comporta, es un fenómeno social que requiere un adecuado
discernimiento por parte de todos aquellos que se sienten comprometidos
con el bien de la familia, y muy especialmente por parte de los
cristianos. Se trata, ante todo, de reconocer las verdaderas causas
(ideológicas y económicas) de un tal estado de cosas, y no de ceder ante
presiones demagógicas de grupos de presión que no tienen en cuenta el bien
común de la sociedad. La Iglesia Católica, en su seguimiento de Cristo
Jesús, reconoce en la familia y en el amor conyugal un don de comunión de
Dios misericordioso con la humanidad, un tesoro precioso de santidad y
gracia que resplandece en medio del mundo. Invita por ello a cuantos
luchan por la causa del hombre a unir sus esfuerzos en la promoción de la
familia y de su íntima fuente de vida que es la unión
conyugal.
[1]Concilio Vaticano II, Const.Gaudium et spes, n.
47.
[2]Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium n. 11,
Decr. Apostolicam actuositatem, n. 11.
[3]Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2331-2400,
2514-2533; Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana:
verdad y significado, 8-12-1995.
[4]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
80.
[5]La acción humanizadora y pastoral de la Iglesia, en su
opción preferencial por los pobres, ha ido encaminada, en general, en
estos países, a la «regularización» de esas uniones, mediante la
celebración del matrimonio (o mediante la convalidación o la sanación,
según sea el caso) en la actitud eclesial de compromiso con la
santificación de los hogares cristianos.
[6]Diversas teorías construccionistas sostienen hoy día
concepciones diferentes sobre el modo en que la sociedad tendría -según
ellos sostienen- que cambiar adaptándose a los distintos «gender»
(piénsese, por ejemplo, en la educación, la sanidad, etc.). Algunos
sostienen tres géneros, otros cinco, otros siete, otros un número distinto
según diversas consideraciones.
[7]Tanto el marxismo como el estructuralismo han
contribuído en diferente medida a la consolidación de esta ideología de
«gender», que ha sufrido diferentes influjos, tales como la «revolución
sexual», con postulados como los representados por W. Reich (1897-1957)
respecto a la llamada a una «liberación» de cualquier disciplina sexual, o
Herbert Marcuse (1898-1979) y sus invitaciones a experimentar todo tipo de
situaciones sexuales (entendidas desde un polimorfismo sexual de
orientación indiferentemente «heterosexual» - es decir, la orientación
sexual natural - u homosexual), desligadas de la familia y de cualquier
finalismo natural de diferenciación entre los sexos, así como de cualquier
obstáculo derivado de la responsabilidad procreativa. Un cierto feminismo
radicalizado y extremista, representado por las aportaciones de Margaret
Sanger (1879-1966) y Simone de Beauvoir (1908-1986) no puede ser situado
al margen de este proceso histórico de consolidación de una ideología. De
este modo, «heterosexualidad» y monogamia ya no parecen ser considerados
sino como uno de los casos posibles de práctica sexual.
[8]Esta actitud ha encontrado, lamentablemente, favorable
acogida en un buen número de importantes instituciones internacionales,
con el consiguiente deterioro del concepto mismo de familia, cuyo
fundamento es, y no puede no serlo, el matrimonio. Entre estas
instituciones, algunos Organismos de la misma Organización de Naciones
Unidas, parecen secundar recientemente algunas de estas teorías,
soslayando con ello el genuino significado del artículo 16 de la
Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948, que muestra la
familia como «elemento natural y fundamental de la sociedad». Cfr.
Pontificio Consejo para la Familia, Familia y Derechos humanos,
1999, n. 16.
[9]Aristóteles, Política I, 9-10 (Bk
1253a).
[10]Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2207.
[11]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n
18.
[12]Juan Pablo II, Alocución durante la Audiencia general
de 1-12-1999.
[13]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
n. 47.
[14]«...prescindiendo de las corrientes de pensamiento,
existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una
especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos
encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno
cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja.
Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo
por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas
escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los
principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos
conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede
considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs
logos, recta ratio».Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, n.
4.
[15]Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum n.
10.
[16]«La relación entre fe y filosofía encuentra en la
predicación de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual
puede naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano
sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la frontera entre la razón y
la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas pueden
encontrarse».Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, n. 23. «El
Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para
todos. La cuestión de la vida y su defensa y promoción no es prerrogativa
de los cristianos sólos….». Juan Pablo II,Enc. Evangelium
vitae, n. 101.
[17]Juan Pablo II, Alocución al Forum de Asociaciones
Católicas de Italia, 27-6-1998.
[18]Pontificio Consejo para la Familia, Declaración
acerca de la Resolución del Parlamento Europeo sobre equiparación entre
familia y 'uniones de hecho', incluso homosexuales,
17-3-2000
[19]S. Agustín,De libero arbitrio, I, 5,
11
[20]«La vida social y su aparato jurídico exige un
fundamento último. Si no existe otra ley más allá de la ley civil, debemos
admitir entonces que cualquier valor, incluso aquellos por los cuales los
hombres han combatido y considerado como pasos adelante cruciales en la
lenta marcha hacia la libertad, pueden ser cancelados por una simple
mayoría de votos. Quienes critican la ley natural deben cerrar los ojos
ante esta posibilidad, y cuando promueven leyes -en contraste con el bien
común en sus exigencias fundamentales- deben tener en cuenta todas las
consecuencias de sus propias acciones, porque pueden impulsar a la
sociedad en una peligrosa dirección». Discurso del Card. A. Sodanodurante
el IIº Encuentro de Políticos y Legisladores de Europa, organizado por el
Pontificio Consejo para la Familia, 22-24 octubre de 1998.
[21]En Europa, por ejemplo, en la Constitución de
Alemania: «El matrimonio y la familia encuentran especial protección en el
ordenamiento del Estado» (Art. 6); España: «Los poderes públicos aseguran
la protección social, económica y jurídica de la familia» (Art. 39);
Irlanda: «El Estado reconoce a la familia como el grupo natural primario y
fundamental de la sociedad y como institución moral dotada de derechos
inalienables e imprescriptibles, anteriores y superiores a todo derecho
positivo. Por ello el Estado se compromete a proteger la constitución y
autoridad de la familia como el fundamento necesario del órden social y
como indispensable para el bienestar de la Nación y el Estado» (Art. 41);
Italia: «La República reconoce los derechos de la familia como sociedad
natural fundada en el matrimonio» (Art. 29); Polonia: «El matrimonio, esto
es, la unión de un hombre y una mujer, así como la familia, paternidad y
maternidad, deben encontrar protección y cuidado en la República de
Polonia» (Art. 18); Portugal: «La familia, como elemento fundamental de la
sociedad, tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado y a la
realización de todas las condiciones que permitan la realización personal
de sus miembros» (Art. 67).
También en Constituciones de todo el mundo:
Argentina «...la ley establecerá...la protección integral de la familia»
(Art. 14); Brasil: «La familia, base de la sociedad, es objeto de especial
protección por el Estado» (Art. 226); Chile: «...La familia es el núcleo
fundamental de la sociedad...Es deber del Estado...dar protección a la
población y a la familia...» (Art. 1), República Popular China «El Estado
protege el matrimonio, la familia, la maternidad y la infancia» (Art. 49);
Colombia, «El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de
los derechos inalienables de la persona y ampara a la familia como
institución básica de la sociedad» (Art. 5); Corea del Sur: «El matrimonio
y la vida familiar se establecen en base a la dignidad individual e
igualdad entre los sexos; el Estado pondrá todos los medios a su alcance
para que se logre este fin» (Art. 36); Filipinas: «El Estado reconoce a la
familia filipina como fundamento de la Nación. De acuerdo con ello debe
promoverse intensamente la solidaridad, su activa promoción y su total
desarrollo. El matrimonio es una institución social inviolable, es
fundamento de la familia y debe ser protegido por el Estado» (Art. 15);
México: «...la Ley...protegerá la organización y el desarrollo de la
familia" (Art. 4); Perú: «La comunidad y el Estado...también protegen a la
familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como
institutos naturales y fundamentales de la sociedad» (Art. 4); Ruanda: «La
familia, en tanto que base natural del pueblo ruandés, será protegida por
el Estado» (Art. 24).
[22]«Toda ley hecha por los hombres tiene razón de ley en
tanto que deriva de la ley natural. Si algo, en cambio, se opone a la ley
natural, no es entonces ley, sino corrupción de la ley». Santo Tomás de
Aquino, Suma de Teología, I-II, q. 95, a. 2.
[23]Juan Pablo II,Discurso al IIº Encuentro de Políticos y
Legisladores de Europa organizado por el Pontificio Consejo para la
Familia, 23-10-1998.
[24]Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, n.
46.
[25]«Como responsables políticos y legisladores deseosos
de ser fieles a la Declaración universal de derechos humanos de 1948, nos
comprometemos a promover y a defender los derechos de la familia fundada
en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Esto debe hacerse en todos
los niveles: local, regional, nacional e internacional. Sólo así podremos
ponernos verdaderamente al servicio del bien común, tanto a nivel nacional
como internacional». Conclusiones del IIº Encuentro de Políticos y
Legisladores de Europa sobre los derechos del hombre y de la familia,
L'Osservatore Romano, 26-2-1999.
[26]«La familia es el núcleo central de la sociedad civil.
Tiene ciertamente, un papel económico importante, que no puede olvidarse,
pues constituye el mayor capital humano, pero su misión engloba muchas
otras tareas. Es, sobre todo, una comunidad natural de vida, una comunidad
que está fundada sobre el matrimonio y, por ello, presenta una cohesión
que supera la de cualquier otra comunidad social».Declaración final del
IIIº Encuentro de Políticos y Legisladores de América,Buenos Aires,
3-5 de agosto de 1999.
[27]Cfr. Carta de Derechos de la Familia,
Preámbulo.
[28]Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a
las Familias) n. 6.
[29]Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2333;
Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias), n.
8.
[30]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
n. 49.
[31]Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332;
Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana,
21-1-1999.
[32]Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a
las Familias) nn. 7-8.
[33]Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana,
21-1-1999.
[37]«El matrimonio determina el cuadro jurídico que
favorece la estabilidad de la familia. Permite la renovación de las
generaciones. No es un simple contrato o negocio privado, sino que
constituye una de las estructuras fundamentales de la sociedad, a la cual
mantiene unida en coherencia». Declaración del Consejo Permanente de la
Conferencia Episcopal Francesa, a propósito de la proposición de ley de
«pacto civil de solidaridad», 17-9-1998.
[38]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, n. 19.
[40]«No hay equivalencia entre la relación entre dos
personas del mismo sexo y aquella formada por un hombre y una mujer. Sólo
esta última puede ser calificada de pareja, porque implica la diferencia
sexual, la dimensión conyugal, la capacidad de ejercicio de la paternidad
y la maternidad. La homosexualidad, es evidente, no puede representar este
conjunto simbólico». Declaración del Consejo Permanente de la Conferencia
Episcopal Francesa, a propósito de la proposición de ley de «pacto civil
de solidaridad», 17-9-1998.
[41]Respecto al grave desórden moral intrínseco, contrario
a la ley natural, de los actos homosexuales cfr.Catecismo de la Iglesia
Católica,nn 2357-2359; Congregación para la Doctrina de la Fe, Inst.
Persona humana, 29-12-1975;Pontificio Consejo para la Familia,
Sexualidad humana: verdad y significado, 8-12-1995, n.
104.
[42]Juan Pablo II, Discurso a los participantes de la XIVª
Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia. Cfr. Juan Pablo
II, palabras pronunciadas durante el Ángelus de 19-6-1994.
[43]Pontificio Consejo para la Familia, Declaración
acerca de la Resolución del Parlamento Europeo sobre equiparación entre
familia y 'uniones de hecho', incluso homosexuales,
17-3-2000.
[44]«No se puede ignorar que, según reconocen algunos de
sus promotores, esta legislación constituye un primer paso hacia, por
ejemplo, la adopción de niños por personas que viven una relación
homosexual. Tememos por el futuro al tiempo que deploramos lo sucedido».
Declaración del Presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, después
de la promulgación del «pacto civil de solidaridad», 13-10-1999.
[45]Juan Pablo II, palabras pronunciadas durante el
Ángelus de 20-2-1994.
[46]Cfr. Nota de la Comisión Permanente de la Conferencia
Episcopal Española (24-6-1994), con ocasión de la Resolución de 8 de
febrero de 1994 del Parlamento Europeo sobre igualdad de derechos de
homosexuales y lesbianas.
[47]Juan Pablo II,Carta Gratissimam sane (Carta a
las Familias), n. 11
[49]Ibíd., n. 17 in fine.
[50]Carta de los Derechos de la Familia, Preámbulo,
D.
[51]Ibíd., Preámbulo (passim) y art.
6.
[52]Ibid., Preámbulo, B e I.
[53]Ibid., Preámbulo, C y G.
[54]Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a
las Familias) nn. 9-11.
[55]Juan Pablo II, Alocución de
26-12-1999.
[56]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, n. 21; cfr Juan Pablo II, Carta Gratissimam sane
(Carta a las Familias) nn. 13-15.
[57]Carta de los Derechos de la Familia, Preámbulo,
F; cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
21.
[58]Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, nn. 91;
94.
[59]Carta de los Derechos de la Familia, Preámbulo,
E.
[60]Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, n.
92.
[61]Carta de los Derechos de la Familia, Preámbulo,
H-I.
[62]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, nn. 23-24.
[64]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, nn. 28-35; Carta de los Derechos de la Familia, art.
3.
[65]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, n. 20; Carta de los Derechos de la Familia, art.
6.
[66]Carta de los Derechos de la Familia, art. 2, b
y c; art. 7.
[67]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, nn. 36-41; Carta de los Derechos de la Familia, art.
5; Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias), n.
16.
[68]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, nn. 42-48; Carta de los Derechos de la Familia,
arts. 8-12.
[69] Carta de los Derechos de la Familia, art.
1, c.
[70]Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n.
4.
[71]Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, n. 20;
cfr. ibid., n. 19.
[72]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
6; cfr. Juan Pablo II Carta Gratissimam sane (Carta a las
Familias), n. 13.
[73]Concilio de Trento. Sesiones VII y
XXIV.
[74]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
68.
[75]Código de Derecho Canónico, c. 1055 § 1;
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601.
[76]Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et
spes, nn. 48-49.
[77]Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana,
21-1-2000.
[78]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
n. 48.
[80]Cfr. Codigo de Derecho Canónico y Codigo de
Cánones de las Iglesias Orientales, de 1983 y 1990
respectivamente.
[81]Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et
spes, n. 49.
[82]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris
consortio, n. 68.
[83]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
81.
[84]Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n.
93.
[85]Juan Pablo II, Alocución durante la Audiencia general
de 5-9-1979.Con esta Alocución se inicia el Ciclo de catequesis conocido
como «Catequesis sobre el amor humano».
[86]«Cristo no acepta la discusión al nivel en el que sus
interlocutores intentan introducirla, en cierto sentido, no aprueba la
dimensión que intentan dar al problema. Evita quedar implicado en
controversias jurídico-casuísticas, y en cambio, hace referencia, en dos
ocasiones al 'principio'»Juan Pablo II,Alocución durante la Audiencia
general de 5-9-1979.
[87]«No se puede negar que el hombre existe siempre en una
cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en
esa misma cultura. Por otra parte el progreso mismo de las culturas
demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este 'algo' es
precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la
medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea
prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad
personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda su su ser». Juan Pablo
II, Enc. Veritatis splendor n. 53.
[88]La ley natural «no es otra cosa que la luz de la
inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo
que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta
ley en la Creación». Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II
q. 93, a. 3, ad 2um.Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, nn
35-53.
[89]Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor nn
62-64
[90]Por medio de la gracia matrimonial los cónyuges «se
ayudan mutuamente a santificarse con la vida conyugal y en la acogida y
educación de los hijos». Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium
n. 11. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica nn.
1641-1642.
[91]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
81.
[95]Juan Pablo II, Carta Ap. Gratissimam sane
(Carta a las Familias), n. 20.
[96]Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n.
55.
[97]Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio,
n. 66.
[98]Pontificio Consejo para la Familia, Preparación al
sacramento del matrimonio, n. 1.
[99]Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, n.
97.
[100]Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, n.
73.
[101]Pablo VI,Enc. Humanae vitae, n.
29.